Recuerdo una
anécdota que viví en mi primer curso de periodismo allá por el año 1973,
ó 1974. Fui a retirar unos apuntes a casa de un compañero que vivía en
en la madrileña calle de Capitán Haya. Recuerdo de aquella visita dos
imágenes que me llamaron poderosamente la atención: una enorme bandera
rojigualda con el escudo franquista bordado en el centro, presidiendo el
vestíbulo, y una cocina lujosa e inmensa, tan grande como todo el piso
de protección oficial en la periferia de Madrid que yo compartía con mis
padres y mis hermanos. El padre de mi amigo tenía un alto cargo en la
administración franquista y el mundo en que aquella familia vivía era un
mundo radicalmente distinto al mío. Mi compañero, al que perdí la pista
al poco de terminar la carrera, había nacido, como yo, en la década de
los cincuenta, pero había crecido en un ambiente y con una educación en
las antípodas de la mía. En su familia nunca habían cuestionado el
sistema: al contrario, vivían cómodamente a su sombra. La normalidad
cotidiana se había cimentado con el “cara al sol” en el patio del
colegio, la religión en el aula, la misa semanal, la ignorancia
(inconsciente o buscada) respecto a la existencia de miles de presos
políticos, la elusión de la falta de libertades, el mito de la pérfida
Albión como fuente de todos los males y del robo de Gibraltar, la visión
de la guerra civil como una cruzada necesaria contra una República que
llevaba al país al desastre y toda una panoplia de aprendizajes bajo un
Régimen que mimaba a sus afectos y servidores y que se había
convertido, en la mente de la mayoría silenciosa en algo parecido a la
marcusiana “sobrerrepresión”, o autorrepresión convertida en parte de la
conciencia propia a fuerza de miedo, resignación y voluntad de
sobrevivir.
En ese
ecosistema se formaron varias generaciones de ciudadanos. Y crecieron,
maduraron y forjaron su educación sentimental quienes, nacidos en la
década de los cincuenta y sesenta, tienen hoy responsabilidades de
gobierno en el Partido Popular. Nunca fueron conscientes del todo de que
aquella España carecía de toda legitimación democrática ante los
organismos internacionales. Nunca se movilizaron contra la dictadura:
aquella España representaba el “orden natural de las cosas”.
Consideraban cualquier oposición al Régimen parte de una conspiración de
rojos resentidos y comunistas. El lema “España es diferente” que
popularizó el entonces ministro Fraga Iribarne lo hacían suyo sin
ambages y lo esencial era acabar la carrera, opositar a notarías, a
registradores de la propiedad o al cuerpo de abogados del Estado y no
meterse en líos.
Ese caldo de
cultivo explica hoy la difícil homologación (real, profunda, no
meramente jurídica) de ese partido con los partidos de la derecha
democrática europea. Mantienen la apariencia, hacen declaraciones
grandilocuentes sobre liberalismo, democracia, pluralismo y derechos
humanos, pero el inconsciente sigue trabajando hasta convertirse en
leyes, en declaraciones antidemocráticas, en silencios y omisiones, en
complicidad de facto con el régimen anterior, en muletillas, gestos y
actitudes que nos hablan de una realidad dura, difícilmente equiparable a
la de cualquier país europeo: el partido que gobierna España al amparo
de la Constitución de 1978 es el partido que no ha condenado la
sublevación de 1936 contra la República; es el partido que avala cuando
no apoya el vacío y la exclusión de cualquier acto institucional de las
Brigadas Internacionales ante el estupor de las autoridades británicas,
francesas o norteamericanas; el partido que bloquea o suspende de facto
la aplicación de la Ley de la Memoria Histórica; el partido que mantiene
cientos de calles con los nombres de personajes desterrados en la
historia de Europa al cubo de los detritus de todas las dictaduras; el
partido que avala a alcaldes capaces de reponer en una plaza el nombre
de Franco (con o sin "generalïsmo" delante) para sustituir el de Miguel
Hernández o el de Federico García Lorca que algún gobierno local de
izquierdas se atrevió a colocar en tiempos mejores; el partido, en fin,
que contribuye activamente a que ningún nuevo juez Garzón esté tentado
de cuestionar la era de bondades que “presidió” el generalísimo y de
devolver la dignidad democrática y civil a tantos desaparecidos
enterrados en las cunetas, junto a las tapias de cementerios perdidos o
en caminos convertidos en heridas irrestañables sobre los cuales
—¡todavía!— proyecta su sombra el miedo de los vencidos y de sus
herederos.
Sólo en la
ignorancia de lo que fue, en verdad el franquismo, puede un partido
mantener o albergar en su interior tales actitudes y posiciones
políticas en la Europa del siglo XXI. Porque si no fuera así, si esas
actitudes fueran producto de una reflexión, de una opción meditada,
tendríamos que pensar que estamos gobernados por una versión aggiornada
de lo que fuera el “movimiento nacional”. Es decir, por un partido que
no ha superado el sustrato ideológico-político del franquismo y que, en
buena parte, ha hecho suya su proteína. Unas veces de manera
consciente; otras, inconscientemente.
Sé que estas
afirmaciones pueden sonar duras. O a exageración. Pero, mal que nos
pese, son el fiel reflejo de lo que ocurre hoy en España. Dejo,
premeditadamente, de lado (y es mucho dejar, lo reconozco) el
tratamiento que está dando el Partido Popular al caso Bárcenas porque
me interesa, ante todo, poner al desnudo esa condición
ideológico-política, y entro en el contenido de sus políticas.
La reforma
educativa está llena de guiños al tiempo de la adolescencia de los
muchachos arriba citados (entre los que, seguro, estaba el ministro
Wert): la reválida, la introducción de la religión (católica, por
supuesto) en los programas educativos, el reforzamiento de la red de
centros privados y concertados de confesión religiosa, la laminación de
Educación para la Ciudadanía, el reforzamiento de la “autoridad” del
profesorado con un enfoque esencialmente disciplinario, la desconfianza
hacia las lenguas cooficiales, la apuesta por las universidades
privadas…. Todo ello conforma un abanico de tributos a la “edad de oro”
de su juventud, lo que lleva aparejado el retroceso para la mayoría a
tiempos funestos: los anteriores al Estado democrático y social de
derecho que, al menos en teoría, ampara la Constitución.
En esa
dirección apunta la reforma de la justicia impulsada por Ruiz-Gallardón,
que no solo agrieta la independencia judicial, sino que convierte las
tasas judiciales en barreras o instrumentos para diluir la igualdad de
oportunidades en el acceso a un servicio esencial; o el anuncio de un
retroceso de 25 años en la legislación sobre aborto, siguiendo los
consejos de la Conferencia Episcopal más integrista de Europa y con el
consiguiente desprecio a los derechos de las muejres; o el brutal
incremento de las tasas universitarias, que está expulsando a decenas
de miles de jóvenes del acceso a estudios superiores (como cuando ellos
eran jóvenes opositores de una universidad para minorías); el recorte y
el endurecimiento de las condiciones para acceder a una beca por razones
económicas, de falta de recursos familiares..
Todo ello se
complementa con el desprecio hacia la política (“no te metas en
política” era el lema oficial de aquellos años), condenando a
parlamentos enteros como el de Castilla La Mancha a funcionar, de
facto, sin oposición al tiempo que se mantienen las diputaciones
provinciales, auténticos reductos clientelares no directamente elegidos
y heredados del franquismo , y con el desdén hacia la cultura y hacia
sus representantes, a los que se descalifica permanentemente o se
intenta ridiculizar.
Es una derecha
de la que ha desaparecido cualquier sombra de humanismo, de compasión y
solidaridad hacia los más humildes (dependientes, parados —“¡que se
jodan!”—, estudiantes sin medios, inmigrantes y enfermos, niños
desnutridos o jóvenes doctores que no son expulsados del país, sino
beneficiarios de la “movilidad exterior”) y que ha crecido sobre las
cenizas del último intento de forjar un centro político civilizado,
europeo y dialogante como fue UCD. Una derecha que, contraviniendo los
principios democráticos que han cimentado la Europa moderna, es capaz de
destinar ingentes recursos para rehabilitar el Valle de los Caídos —que
es, en el fondo y en la forma, un permanente homenaje al dictador y una
herida de dimensiones inabarcables en la conciencia de los vencidos y
de la Europa posterior a los fascismos— y negarse a convertirlo en
lugar de reconciliación y homenaje a todas las víctimas; una derecha
que, en fin, es incapaz de expulsar de sus filas de manera inmediata a
un alcalde que afirma que los ejecutados por el franquismo se lo
merecían o de desautorizar a alcaldes que se niegan a retirar placas
ofensivas para la democracia. Esa derecha, por mucho que se autoproclame
democrática, no está a la hora de Europa. Sigue funcionando con un pie
en un régimen desaparecido hace más de treinta años y, cuando se
descuida (o no), se ve superada por el inconsciente: ¿por su verdadero
perfil? O por la nostalgia del tiempo perdido de una juventud acomodada
al estado dictatorial, un juventud que jamás quiso saber de compromiso,
de lucha por las libertades, que vivió a espaldas a una dura realidad
hecha de exilios, cárceles, tribunal de orden público, fusilamientos
(los últimos, en septiembre de 1975), censura y ausencia de sindicatos,
de partidos y de los más elementales derechos colectivos.
Desde esa
perspectiva, no es difícil entender que el intento de Adolfo Suárez
(hace más de 35 años) de abrir paso a una derecha centrada que rompiera
de manera tajante con el franquismo y se comprometiera, sin eufemismos,
con la democracia, fuera considerado por aquellos jóvenes de AP, hoy
gobernantes del Partido Popular, un atrevimiento intolerable, un paso
que ponía patas arriba el mundo “inmutable” en que habían crecido.
Suárez, Landelino Lavilla, Fernández Ordóñez, Martín Villa, Rodríguez de
Miñón, los líderes de aquel partido que se la jugaron (como pudimos
comprobar el 23-F) descolgándose del franquismo, han sido, al cabo del
tiempo, ideológicamente derrotados. Lo que se ha impuesto en la derecha
española, con algunas décadas de retraso, es, en gran medida, el
corpus político e ideológico que representaba la vieja Coalición
Democrática que, a finales de los setenta, abanderaban los “siete
magníficos”, encabezados por Silva Muñoz, Fernández de la Mora o Ricardo
de la Cierva, que se convertiría en AP para abstenerse en el Referéndum
Constitucional y que nunca reconocería al franquismo como la negación
radical de la democracia. Sólo faltaba, para completar el cuadro y
hacer aún más visible la sombra del franquismo, el inevitable “Gibraltar
español”.
Todo lo hasta
aquí expuesto nos lleva, entre otras muchas conclusiones, a una que me
parece esencial: no es por casualidad la inexistencia en nuestro país de
una extrema derecha con cierto peso electoral como ocurre en otros
países europeos. La razón es muy sencilla: está en el PP impartiendo
doctrina.
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