sábado, 3 de agosto de 2013

No pienses, actúa: Un relato diferente al oficial de un vecino de Angrois

En la pequeña aldea de Angrois hay muchos ancianos. Cuando alguno tropieza y cae al suelo corremos a levantarlo. Es una reacción espontánea, humana. Eso hicimos la noche del 24 de julio. No pensamos, actuamos. Agotados, sin cenar, sin dormir, desde las ocho de la mañana hasta que desfallecimos respondimos al estribillo de cientos de micrófonos: «Dónde estabas, qué hiciste, qué pensaste, qué viste?».




Mientras, por la plaza, el puente y las vías transitan uniformes, chalecos amarillos y corbatas; las gigantescas grúas levantan convoyes, las maletas, bolsos y el dinosaurio verde fosforito son transportados a furgonetas custodiadas. Ya no hacemos falta, no nos dejan ni mirar, para regresar a casa hay que dar el paseíllo por senderos oscuros. En casa los teléfonos fijos y móviles no paran de sonar, todos quieren una entrevista, desde Estados Unidos a Japón. Intentamos ser amables, educados. Para no herirnos apagamos el televisor, la radio, el ordenador, apartamos los periódicos.

Llega Rajoy y Ana Pastor, ni siquiera nos saludan. Luego Rubalcaba y otros, lo mismo. El alcalde nos convoca, por fin nos felicita. «No somos héroes, no queremos nada más de lo que ya estábamos demandando». Llegan los primos psicólogos. Un periódico nos concede el premio Gallegos del Año. Siguen los micrófonos acechando, los teléfonos sonando sin parar. «Ven a Madrid, a Barcelona, al programa de fulanito, te pagamos el viaje. El Facebook y la página web de Angrois se bloquean, como nosotros. Hay que ir al Ayuntamiento corriendo: vienen sus altezas los príncipes de Asturias, hay que estar a las 6.30 para recibirlos sonrientes, como así hicimos. Tras ellos, Feijoo, ministros, altos mandatarios. «Para lo que haga falta llámame, mi secretaria te da mi teléfono». Más micrófonos.

La policía judicial se lleva a los vecinos que socorrieron al maquinista para que declaren. El Ayuntamiento se reúne en pleno, nos concede la medalla de oro de Santiago. Un malagueño recoge firmas para nominarlos al príncipe de Asturias. Viene el alcalde, nos comunica el premio. «Gracias, pero no queremos nada». La concejala aprovecha para que le contemos y enseñemos lo que desde hace un año entró por el registro del ayuntamiento. «Hay que hacer algo que conmemore esto». «Por favor, no nos levanten un cementerio».

Más micrófonos, más llamadas insistentes, primero elogian, luego piden que concedas una entrevista para un programa basura. Vienen los técnicos del Ayuntamiento, recorremos con ellos toda la aldea, recordándoles lo que ya pedimos y no leyeron. Levantan informes que se serán estudiados. Otro telefonazo, viene el ministro del Interior «¿y qué pintamos nosotros con él?». Viene, ni nos mira. Pero le paramos y le pedimos que rinda homenaje al jefe de caballería de Santiago, que se lanzó a las vías como desde un trampolín y nadó contracorriente toda la noche del 24. Toman nota, dicen.

Funeral por las víctimas en la catedral, con tres horas de antelación la Xunta nos ofrece autobuses. Corremos para avisar a todos. Nos colocan los últimos. Don Julián Barrio pregona el descanso y la paz eterna. Eso es lo queremos nosotros también. Un familiar le niega la mano a los príncipes, «Vdes. no me representan». Esa sí que es una heroína. En el Obradoiro les aplauden generosamente.

En la aldea nos esperan más micrófonos, cordones policiales, trasiego de maquinaria infernal. «Por aquí no se puede pasar», «Pero si vivo ahí? tengo que ir mañana a trabajar». Más rodeos, más llamadas durante la noche de insomnio. Saltándose los controles, comienzan a aparecer flores en el puente. En YouTube a un vecino le llaman hijoputa, cabrón, sinvergüenza, por haber grabado un vídeo y haber gritado fuera de sí ante el espanto. Se lo ha regalado a los medios de comunicación de todo el mundo. «No hagas caso -le consuelan sus vecinos-, nosotros sabemos lo que hiciste esa noche».

Vamos cayendo, más psicólogos. Don José, nuestro cura, nos visita, nos alienta, programa una concentración en el Obradoiro saliendo desde Angrois. Llaman del hospital, van a devolvernos las mantas con que arropamos a los muertos. «Por Dios -grita un vecino-, ¿quién se va a arropar con ellas?». Acordamos que las donen a un centro de asistencia social cercano.

Más micrófonos, ya invadiendo huertas, casas, ventanas. El Sindicado Unificado de la Policía Nacional quiere rendirnos homenaje. «Gracias, pero sin vosotros no hubiéramos hecho nada». «Hay compañeros que se tocaron los cojones», responden. Aceptamos, no podemos ser desagradecidos. Nos llegan miles de mensajes y cartas de todo el mundo llamándonos ángeles. Los periodistas rascan en el pasado, el movimiento vecinal en contra del AVE, las promesas del ministro José Blanco, la aldea desgajada durante tres años, las casas derribadas, los terrenos expropiados, las duras negociaciones para levantar las actas, el pago a 3 euros el metro cuadrado por la finca que dio de comer a los abuelos, el no haber visto un duro desde entonces, el aplomo de Isabel Pardo de Vega, jefe de Obras, asegurándonos que en dos meses levantaba el nuevo puente de la Vía de la Plata. Tardó dos años.

«Queremos un falso túnel», le demandamos. «No da la altura», responde. Lo hizo un poco más allá, en Castiñeiriño, más bajo, pero residencia de la hija del concejal Bernardino Rama. Bonitos jardines. Para nosotros, unos bancos y unos rododendros que se agostan por la maleza, a pesar de nuestros mimos.

«Tenéis que asistir al homenaje de Bonaval», nos dicen desde el Parlamento. «Pero si tenemos la concentración en el Obradoiro». Nos dividimos. El presidente de la asociación de vecinos y el secretario aguardan consolando a la jefa de protocolo de la Xunta, rota en sollozos. Suben al estrado conmocionados por la Negra sombra de Rosalía. «En Angrois nos cogeremos del brazo y despacio, poco a poco, andaremos juntos hacia adelante», dice el primero. El otro recita a Valente y se derrumba. Le rodean decenas de trajes negros.
«Lo que quieras, lo que nos pidas, llámame». «Solo quiero descansar, que me dejen llorar». Un músico de la Real Filarmonía de Galicia le aconseja que les mande a la mierda, que los vecinos de Angrois también están heridos y necesitan ser respetados. El chico asiente.

En el Obradoiro nuestro cura se aparta, deja el protagonismo a un compañero suyo. Otra vez los malditos micrófonos y cámaras. «Pero qué coño quieren que les digamos ya? ¿una mentira?». En Angrois los operarios son incapaces de sacar las locomotoras. El insolente tren que ya circula por una vía libre tiene la desfachatez de cruzar haciendo sonar el estremecedor silbato.

Otra noche de insomnio, la séptima. Culpan al maquinista y un vecino acierta «Nos vendieron una Harley y resultó ser una Vespino». Los altos jefazos del ADIF por fin dan la cara ante el pueblo. «Disculpad por no haber hablado antes con vosotros, pensábamos que érais un Ayuntamiento propio». Sonreímos ante su propia contradicción. Levantan acta de daños en viviendas, bienes públicos, pero no de daños personales. El operativo de emergencias del 112 para atender a los vecinos se cierra. «Acudid a urgencias». Citas para el otoño a los que cada día van cayendo. Se levantan las murallas. Decenas de familiares y curiosos invaden todo.

Cruces, recordatorios, flores, esquelas, incluso un artista graba en el hormigón con caligrafía esmerada un agradecimiento. Continúan los sabuesos reporteros grabando, pretendiendo ahora reflejar la vida cotidiana en Angrois. Se les cierran todas las bocas y puertas porque esa vida ya no existe. La policía nos rinde un sencillo pero sincero homenaje, de cinco minutos. Les aplaudimos a rabiar. Los de traje y corbata se despiden. «Ahora me voy de vacaciones, pero ya sabéis dónde estoy». Por fin nos quedamos solos. Llovizna. Nos miramos unos a otros con ojos enrojecidos y ojeras descomunales.

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