La solidaridad humana explota cuando hay una tragedia y ofrece lo mejor que tiene dentro. Pero, como casi todo lo emocional, desaparece con cierta premura para volver a sus quehaceres cotidianos. Es humano y comprensible, pero no así otros procesos.
Los medios meterán los titulares a páginas interiores porque ya no tendrán imágenes que arañen las retinas ni declaraciones que suban de las tripas sin filtro alguno, y el drama se diluirá en una niebla borrosa.
Salvo dignas excepciones, los políticos regresarán a sus despachos blindados para seguir con su miserable existencia, una vez soltadas las obviedades huecas de costumbre, con el semblante más apropiado para la ocasión.
La Iglesia se vestirá de oropeles y vendrán obispos de lejanas tierras para presidir un gran circo, apropiarse de un dolor que no les pertenece y pedir a unos fantasmas que aplaquen los llantos de las gentes. Allí donde haya una víctima aparecerá un redentor.
Las promesas se irán perdiendo a jirones entre el papeleo administrativo. Las investigaciones chocarán con muros oscuros para intentar que parezca un accidente propio del progreso o de un error humano. Y si hay algún culpable, este no irá en coche oficial.
Este cúmulo de estafas es lo que mejor retrata un sistema fallido donde el Estado se diluye por las cloacas de los dueños del mercado, dejando a la ciudadanía sola e indefensa. Un Estado que se lo está comiendo una banda de mafiosos, en el que van desapareciendo derechos para sustituirlos por limosnas. Y al final, como tantas veces, solo quedará el dolor.
¿Con qué cuajo os presentáis en Santiago después de lo que hicisteis con el Prestige, el 11M, el Yak 42 o el metro de Valencia? ¿De qué pasta estáis hechos? Si existiera ese dios del que tanto habláis no habría permitido que nacierais.
Malditos
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